martes, 22 de noviembre de 2011

Aceptación: un acto de humildad y paz


La aceptación es un acto de humildad. Es dejar de ser el niño que no entiende que el mundo es algo diferente a los deseos de su mente. Cuando los niños pequeños están en una fase muy egoica, cuando tienden a tener pataletas, no entienden porque el mundo es diferente de sus deseos. El niño quiere esa muñeca y si no la tiene sufre enormemente. Muchos de nosotros todavía no hemos salido de esa etapa del todo. No hemos comprendido con claridad que el pasado simplemente fue, que el presente es y que el futuro será. Y todo ello de una manera diferente a la que deseamos, creemos que debería ser o esperamos.
El núcleo del sufrimiento es creer que para ser felices tenemos que lograr que el mundo, que la Realidad, se adapte a los deseos de nuestro pequeño yo. El secreto de la paz es comprender esto y en consecuencia vivir aceptando que a veces la vida se adapta a mis expectativas y otras no, y que eso no se puede cambiar, es así. Si no lo acepto sufro, si lo acepto estoy en paz. 


Es como lo que Freud llamaba pasar del principio del placer al principio de realidad. Dejo de juzgar la vida según como quiero que sea y empiezo a disfrutarla tal como es. Si acepto la vida puedo ser uno con ella, puedo entrar en el estado que los psicólogos llaman de flujo. Si no la acepto, me separo y entonces me siento solo, como un ser aislado que tiene miedo y lucha. Entro en la jaula del ego.
El mecanismo central del apego y el rechazo, que los budistas llaman samsara, es la creencia de que la felicidad consiste en lograr lo bueno y evitar lo malo, conseguir el placer y huir del dolor. Tiene sentido que queramos sentir experiencias agradables y evitar las desagradables. Parece sensato y humano. Por eso lo hacemos todos y por eso se necesita cierta práctica para ir saliendo de este engranaje. Por supuesto, el camino no es la mortificación o ir a buscar el dolor para vencer al cuerpo ni cosas parecidas. La aceptación es un acto cariñoso, no de autoagresión.
Simplemente, la creencia de que la felicidad consiste en que sólo suceda lo bueno se cae a pedazos a la luz de la impermanencia, la realidad de que nada permanece. La vida está construida por opuestos impermanentes.  A veces hay placer y otras hay dolor, a veces hay disfrute y otras aburrimiento, a veces hay nacimiento y otras hay muerte. Todo pasa en el mundo de las experiencias. Esto es así. Si nos pasamos toda la vida huyendo de la mitad de la experiencia que rechazamos, y apegándonos a la otra mitad de la que no nos queremos separar, sufriremos. Sufriremos en lo malo, porque queremos que se vaya, sufriremos en lo bueno, porque tememos que pase.
La solución a este acertijo al que nos enfrenta a todos la vida es, de nuevo, la aceptación. La aceptación disuelve la dualidad porque comprende la impermanencia de los opuestos y de esa comprensión, que es experiencial y no meramente intelectual, llega la conclusión de que hay que permitir que lo que consideramos negativo tenga su espacio en nuestra experiencia. Así, lo que surge es paz. Quizás no tanto una felicidad constante como una paz que puede estar presente siempre, en lo bueno y en lo malo. Al no luchar contra la experiencia, la paz se instala en nosotros. Una paz que envuelve la dualidad de la felicidad y el sufrimiento y las abraza como una madre comprensiva. 
La aceptación es un aprendizaje y tiene muchos niveles de profundidad. Según se avanza en este camino se constata que la capacidad de aceptar, de comprender que las cosas son tal y como son y que no tiene sentido pelearnos con ellas, es directamente proporcional a la paz que sentimos. Más aceptación más paz, más paz más aceptación.

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